Nunca se apreciará suficientemente el decisivo influjo ejercido por los jugadores extranjeros en el despegue del baloncesto español durante la década de los ochenta. Remite el papel de aquellos accidentales inmigrantes al de los evangelizadores en tierras vírgenes, almas procedentes de una cultura d...
Nunca se apreciará suficientemente el decisivo influjo ejercido por los jugadores extranjeros en el despegue del baloncesto español durante la década de los ochenta. Remite el papel de aquellos accidentales inmigrantes al de los evangelizadores en tierras vírgenes, almas procedentes de una cultura distinta que llegaron aquí sin gran cosa material pero con todo ese espíritu vital y libertario, errante y canallesco, de aquel otro mundo lejano y como mil años por delante. No eran ellos los díscolos. Éramos nosotros los tiernos. Pocas pruebas tan fieles al doloroso letargo del que aún despertaba España que aquella perpleja curiosidad, casi antropológica reverencia, con que el aficionado contemplaba a aquellos ejemplares negros de tamaño descomunal y sonrisa alienígena que caían en suerte