En las viejas casas había siempre un Salón Chino, un Salón Pompeyano, un Salón de Baile, otro de Retratos, cada uno empapelado o pintado de un color, con unos muebles apropiados y decoración idónea... En estos palacios españoles, un tanto vetustos y destartalados, había también un salón que llamaban...
En las viejas casas había siempre un Salón Chino, un Salón Pompeyano, un Salón de Baile, otro de Retratos, cada uno empapelado o pintado de un color, con unos muebles apropiados y decoración idónea... En estos palacios españoles, un tanto vetustos y destartalados, había también un salón que llamaban de Pasos Perdidos. La casa que no lo tenía no era una buena casa. Era el salón donde nadie se detenía, pero por donde se pasaba siempre que se quería ir a alguno de los otros. El tejado de vidrio es la tercera entrega de esta novela en marcha que su autor ha titulado Salón de pasos perdidos, en la que pasa de todo, menos, como ya se ha declarado en otro lugar, interesantes asesinatos en sórdidos hoteles. Lo único que se mata aquí es el tiempo que va pasando de una manera amena y sin tropiezos, como uno de aquellos viajes que se hacían antiguamente en diligencia. Estamos hablando, pues, de la vida, conjugada en todos sus tiempos, modos y personas: el humor, el relato, la suposición, el guiño, la poesía, una cierta mordacidad confiada a la ternura, las hipocondrías e ilusiones y todo lo que hace de la palabra contradicción la más humana de todas. Una de estas contradicciones, no la más menuda, es ver cómo este extraordinario Salón se ha ido llenando de lectores. Cada vez más numerosos, cada vez más solitarios y quizá por culpa de páginas como éstas, cada vez más orgullosos de serlo.